Juan José Millás, autor del artículo de El País de hoy sobre los candidatos electorales, explica que Santiago Abascal se ha negado a participar en él, y que ha actuado así porque sigue la clásica estrategia de la Iglesia Católica o de Franco de emplear la ausencia para alimentar una imagen divinizada de sí mismo. Lo curioso es que, al mismo tiempo, se dedica a insultarlo gravemente, además de a sus partidarios. Aún más curioso es lo poco que dura el argumento: Abascal y su formación sí que están apareciendo en muchos otros medios, como ayer mismo en La Sexta o mañana en TVE y Atresmedia, en debates, que son espacios en los que tienen la oportunidad de presentarse directamente al espectador sin estar sujetos a una manipulación que, visto lo visto, a saber hasta dónde habría llegado en el caso del artículo de El País.
Dentro de éste, el bloque dedicado a Abascal es una retahíla de disparates tan grandes que ya el primer párrafo alcanza unos niveles de ridículo hasta ahora desconocidos: sea para hablar de Vox o de Torra, ¿alguien sabe a qué diablos viene eso de «crueldad sin límites»? El texto contiene ejemplos no sólo de falta de imparcialidad, sino de algo que delata al intelectual que no cree en lo que escribe. Yo podría aceptar los insultos más graves si luego demostrara urgencia por decir lo que tenga que decir. Pero Millás no puede evitar desviarse de la idea que quiere transmitir en cada momento para aprovechar y lanzar ataques mucho más gratuitos que la idea que estaba hilvanando. Me refiero sobre todo a que, cuando habla de la lucecita en el despacho de Franco, añade eso de «el carnicerito de Málaga (adivinen por qué)», y remata luego con que «sus fieles imaginaban al viejo asesino por las noches firmando sentencias de muerte sin parar». Sin entrar a defender a nadie, yo diría que le ha faltado añadir otro paréntesis más y meter a Freddy Krueger y al Muñeco Diabólico. Es decir, a la imagen de la lucecita en el despacho vacío, que es la coherente con la tesis fundamental de la ausencia, añade la de unos idólatras sedientos de sangre, que por extensión ahora serían los zombies fieles a Abascal. Al hacer esto desbarata su credibilidad innecesariamente, porque el aquelarre que monta es tan grotesco que tendría que resultar sospechoso para cualquier persona con un mínimo de capacidad crítica. Las hipérboles tan hiperhiperbólicas son propias de mentes fanatizadas o de embusteros, y deberían encender una bombilla en la mente del lector sea cual sea su ideología, por mucho que vengan presentadas en un bonito envoltorio de referencias culturales a tal obra de arte o tal otra. El lector debería preguntarse si, con un artículo tan absurdo, el autor pretende algo mas allá de sus palabras. Para mí, es una muestra de cómo el progresismo progre utiliza el pensamiento, o mejor dicho la cultura: para ocultar la ausencia de pensamiento. Para este «progresismo», precisamente el pensamiento es la lucecita en el despacho vacío, el que debería ocupar el intelectual responsable y comprometido, si no con causas ajenas, al menos sí para empezar consigo mismo. Pero Millás no está en su despacho, se dedica a otro trabajo. Sabe que al citar a Sorrentino les da balas a sus lectores progresistas para salir flotando por la puerta mañana lunes creyéndose intelectualmente superiores a los obtusos y malvados fascistas. Y sabe también que el insulto desmedido es el condimento ideal cuando no se tiene razón, porque advierte al lector de las consecuencias si no se traga sus mentiras. Por mucho bagaje que demuestre el Sr Millás, y por mucho que acuse a Abascal de estar vacío de juicio y lleno de emoción exaltada, resulta que su propio artículo es el mejor ejemplo de lo que denuncia. No tiene nada de pensamiento, es pura propaganda emocional. Una lucecita en su despacho vacío.
Cuando un intelectual está convencido de lo que dice y sabe escribir medianamente bien, se centra en la potencia de cada idea y no se distrae con baratijas. El que no lo hace es porque no opina lo que sus palabras. Millás es culto e inteligente, pero el peso de su partidismo es tan superior al de sus habilidades que, aunque sepa construir argumentos, es incapaz de presentarlos de modo que disimulen tanta presión. Tampoco lo minusvaloremos: a lo mejor se ha dado cuenta de que, sin los insultos, el efecto de su escrito podría ser el contrario del que persigue. Tal vez diera pie a imaginarnos a Abascal trabajando por nosotros incansablemente cada noche. Pero una cosa es contener ese efecto y otra desvariar, que es lo que ha acabado haciendo.
Y ojo, aquí yo ni siquiera entro a rebatir ninguna de sus descalificaciones, y mucho menos a discutir su ideario. Sólo hago un análisis trivial de cómo ha elaborado el texto y de por qué debería resultarle inconsistente a cualquier lector independientemente de sus opiniones políticas. Inconsistente hasta lo sospechoso. Es obvio que este texto se viene abajo él solito por su mera falta de honestidad. Las ideas que expone, como la de la ausencia, evidentemente no son suyas, pero ni siquiera es capaz de emplearlas convincentemente porque hace obvio él es el primero que no se traga nada de lo que está diciendo. Pero claro, como he dejado entrever, a lo mejor lo hace a propósito.