Heidegger distinguía entre cosas que son entes, y el ser humano, que no es un ente sino un ser. Lo que lo diferencia es que es un “ser ahí”, lo que llamaba “dasein”: una lavadora es la misma lavadora la instalen donde la instalen, lave la ropa que lave, , pero una persona no será la misma si nace o vive en París o en Tombuctú. Es decir, el ser humano también está definido por sus circunstancias (“yo soy yo y mis circunstancias”, como lo puso Ortega). Además, alcanza un destino y lo supera, y por delante se forma inmediatamente otro, con el destino final – la muerte- siempre presente en un horizonte indefinido.
Yo digo que no todas las personas viven, piensan, se conciben, totalmente en términos de un dasein, sino que al aferrarnos a estructuras sociales, asignaciones de roles, a creencias, comportamientos, prejuicios, etc, pre-definidos, nos “enteizamos”, huímos del ser y nos agarramos al ente, vivimos en función del ente como el cual nos concibe, por ejemplo, una ideología o un Dios. Cabe preguntarse si todas las ideologías o todos los Dioses nos enteízan en el mismo grado: dependerá de lo cerrado que sea el camino que definen para el hombre. Hay por otra parte un dasein del individuo y otros de los colectivos.
El filósofo habla del ser humano como lo haría un poeta sobre un político. Pero el ser humano rehuye de su ser, de su temporalidad (eterna juventud; infantilización…), de su histórico; no quiere verlo en su siguiente destino.
¿Cómo ser? Esa pregunta sí nos la hacemos continua y conscientemente. No la del “ser ahí”, la de los destinos – ésa es una pregunta sentida, intuída, formulada explícitamente sólo por el filósofo. Uno se ve arrojado a su vida, en sus circunstancias, y la pregunta es el ¿y ahora, qué? Y para respondernos, tomamos como ejemplo las existencias de otros y los relatos del entorno, de ideologías y religiones. Sólo los despiertos ven la trampa, sólo los valientes son aquí.