Una vez descubrió el cuadro de automáticos, a Pedrito no le quedaba nada por aprender sobre su casa.
Fue entonces cuando decidió tener hijos. Los tuvo para que renaciera el peligro de los enchufes, el juego de apagar y encender la luz hasta fundir las bombillas, el misterio de los interruptores enclavados. Para que se electrocutaran ellos a su manera.
Mientras tanto, desde la subestación eléctrica, otro Dios Padre contemplaba cómo las luces de la ciudad que alimentaba seguían encendidas otro poquito más.