La última horda y el misticismo feminazi

Un amigo dice que al frente del feminismo mediático están poniendo mujeres más guapas que antes para venderlo mejor. Yo creo que la intención no es sólo mejorar el marketing. Son más guapas, pero también más psicopáticas. Como otro amigo comentaba, no parecen humanas más que en la carcasa.

Una «feminazi» como la famosa Irantzu Varela puede indignar, pero no te deja frío. Los calificativos que le dedican sus detractores van desde excéntrica hasta neurótica o hija de puta. Ninguno es un adjetivo que denote frialdad, y todos van a la persona. Se ha hablado también de su derroición física. Y es que Irantzu, con toda su rareza, locura o hijoputismo – según cada cual opine – no deja de ser un ser humano. Ves sus numeritos y, exagere o no, sabes que medio se los cree y que está en su salsa, y uno se puede imaginar cómo es ella en su vida privada.

Sin embargo, las feministas de última horda son otra cosa. Las Towanda Rebels, Leticia Dolera o las actrices que han denunciado a Darthés en Argentina son sólo puntales de una nueva serie de activistas más monas y jóvenes pero también más frías, falsas y carentes de empatía. Un mero producto, algunas de los medios y otras de haberse criado con el feminismo hegemónico. Siguen al dedillo los dictados de ideólogas más radicales aún que las anteriores (las cuales por cierto recuperan ideas de algunas de las clásicas, como en la cuestión antitrans y otras: sencillamente los guionistas van desplegando el ideario de manera planificada). Estas chicas ni son estrambóticas ni parecen radicales, así que es más fácil que otras mujeres se identifiquen con ellas, reproduzcan sus actitudes y las asuman con naturalidad. Pero resultan mucho más sosas que la Irantzu o sus compañeras de ola, porque al menos éstas eran el resultado de una vida con sus experiencias buenas y malas y que habrán digerido mejor o peor, junto a más o menos oportunismo y buena o mala fe, según el caso.

Así, si Irantzu Varela es un icono feminazi, estas nuevas feministas son el rostro de la máquina. Un molde vacío sin su propia historia, listo para llenarlo de cualquier otra. Guapas y en apariencia inocentes, miran a los ojos de las cámaras mientras cuentan sus mentiras y sus mensajes descarnados sin inmutarse, con toda la entrega a un papel escrito por otros o por ellas mismas. Cuando actúan de víctimas al espectador le hacen sentir lo que quieren, casi a control remoto: tristeza cuando lloran, furia si sufren la injusticia. Es curioso que aparezca siempre alguien para señalar la patita del lobo bajo la puerta, como indicando que algo no encaja. La sombra fea de la duda asoma ante la audiencia, y darle la espalda sería renunciar a la razón: pero la verdad es siempre hermosa, y el premio de Pavlov es una cara bonita. ¿Quién prefiere andar mirando monstruos?

Esta respuesta condicionada, cómoda y tajante ante la razón y la duda, se contagia. Y esta actitud se vende ya casi como una parte más del atractivo de ser mujer. Se trata de que tergiversar, dejar los argumentos a medias, aplaudir gratis, y guiarse por lo que suena bonito y socialmente correcto, parezcan cosas no sólo aceptables y legítimas, sino además actos de radical belleza, necesarios en pos de la justicia y la verdad. “Yo sí te creo, hermana”. Porque ¿qué mayor verdad hay que la que sirve a la víctima?

Y es que sois unas soñadoras, se os dice a las mujeres, y está mal estropear los sueños. En ellos conviven razones y emociones, como en el mundo real, ¡y no se llevan la contraria! ¡Qué feos son los hombres cuando tienen razón! ¡Qué horribles las mujeres que piensan con lógica! No les hagáis caso: sus razones nos han llevado a este mundo injusto.

En la fábula progresista esto no significa que las mujeres no sean sensatas. Todo lo contrario. Su afán por la equidad las convierte en el mayor garante, en el Juez Supremo de lo justo y necesario, de lo sensato y pertinente. Las cosas son y están bien o mal según lo diga una mujer; lo ajeno a ella son curiosidades anecdóticas, pasatiempos inmaduros. Nada importante a la larga. Sólo hace falta fijarse en cualquier serie de entretenimiento de la tele: en ella todos los personajes masculinos resultan cómicos por idiotas o infantiles.

Este feminismo adulador se empeña en empachar a las mujeres de estas verdades a medias, de manera más velada o menos. Y las contrapone a la imagen de un hombre que es siempre una decepción, cuando no una amenaza. Que no está a la altura, vaya. Pero, lejos de quedarse ahí, les recuerda continuamente lo más importante: que son el centro de todo deseo. Hasta cuando las alientan a ser el sujeto deseante, las invitan a hacerlo como si ellas fueran el imán y el hombre una limadura de hierro, jugando con la atracción que despiertan en él, en vez de reconociendo la que ellas mismas sienten en sentido inverso y buscando su propósito en la unión de ambos. Las invitan a encontrar el placer y no a tirar del deseo, que es una cuerda de la que cuelgan más cosas y que no está atada dentro sino fuera de una misma. De ahí tanto afán en denunciar el mal uso de sus cuerpos, sin dejar no obstante de utilizarlos. No bastaba con hacerla garante de lo sensato y pertinente: idolatradas como ese centro de todo deseo, se convierten en motor y en destino de todos nuestros actos. “God is a woman”, que canta Ariana Grande. La que lo ve y la que lo mueve todo, la que lo incita a moverse. Y la que sabe por dónde debe ir. La razón es de los hombres pequeños, y se acaba perdiendo con sus pasos cortos: las mujeres conocen el final del camino. Porque la verdad no se busca, ellas te la enseñarán si te portas bien. No es que la impongan, es que está en ellas. Belleza y verdad se funden en las mujeres, y los hombres afortunados pueden ser testigos a través del deseo, que los arrastra en su presencia cuando les es permitido. Pero nunca merecen tal premio, porque no entienden nada y se pierden en un deseo que, por su naturaleza, es pulsión y vicio y los domina. Ciegos impostores, al acercarse a la mujer los hombres sólo buscan el placer y no la verdad, por mucho que finjan utilizar la razón para encontrarla.

De esta suerte de mística se ha imbuido esta nueva fase del feminismo, y para inculcarlo hacian falta las guapas. El miedo y las inseguridades lógicas y humanas de algunas mujeres se manipularon primero para despertar resentimiento y reproche, y luego odio o desprecio, que con el tiempo se han normalizado y que ahora se subliman en una especie de fe. Por fortuna esto no cala en muchas de ellas, sutiles y honestas como son, pero sí en las suficientes como para que sean nociones socialmente extendidas y admitidas con naturalidad, y para que el odio o el desprecio dejen de ser una exclusiva de feas o resentidas – como intuyó siempre la lógica popular – y pueda manifiestarse en cualquier momento en la chica que a uno le gusta. Así, tras cualquier rostro dulce que antes invitaba a soñar ahora puede esconderse una fanática que haya asumido esta fe.

Con ello, a muchos las mujeres se les hacen cada vez menos humanas. Hace ya tiempo que no las vemos igual por la calle. No nos atreveremos a mirarlas como hacíamos, buscando sentir el vértigo de asomarnos por un instante a nuestro polo opuesto. Cualquier encuentro es fugaz: no buscamos nada en ellas, no sea que lo encontremos. Para muchos, una mujer hermosa ya es una esfinge lunática que sólo se dignará a dedicarte una mirada si es para fulminarte ante una mala respuesta. Una agente de la máquina liberticida, al igual que para ellas un hombre tal vez esconda un ser violento y oscuro.

Hace tiempo le robaron la belleza al arte, que nos daba aliento. Ahora nos roban la de la mujer, la que nos orienta. A sus ojos se esfuma también la nuestra. Y así, el destino que nos guarda nos lo quitan, y el que había en nosotros para ella. ¡Nos arrancan la mitad del alma, nos separan de la guía, de la creadora, de la compañera…!