Defensa del cuento

Los cuentos exponen a los niños a la realidad cruda, con sus bondades y sus crueldades, y lo hacen por múltiples vías simultáneamente, unas explícitas y otras tácitas, unas obvias y otras sutiles. Le leen al inconsciente de un cerebro hiperactivo para que también él aprenda a leer entre las líneas de un mundo complicado.

Por eso los niños reclaman los cuentos con la misma urgencia con que piden caramelos, y quieren que se los contemos una y otra vez en lugar de cansarse cuando se los saben: porque lo importante en estos relatos es lo que no se dice, y cada vez que se escuchan es una nueva oportunidad de volverle a dar vueltas a lo que sugieren en paralelo, de entrenarse y deleitarse con un coro de estímulos mientras esas voces van descubriéndose y calando más hondo. Los cuentos son antes de dormir, cuando la vigilia cede el paso a estados más propicios para quedar luego la mente rumiando.

Aunque los protagonistas sean niños, el narrador elegido casi siempre es un adulto, un embajador en su mundo infantil procedente del mundo de los mayores, que es del que en realidad hablan los cuentos. El sabe cómo son las cosas ahí fuera, cuando los padres quedan lejos. No es raro que sea el padre el escogido, frente a otros momentos en los que suelen preferir estar con la madre. Tampoco lo es que sea un tercer adulto, como alguien que esté de visita en casa, ni que el momento de la lectura sirva frecuentemente para la reconciliación después de una regañina. El narrador ideal debe ser un nexo con la realidad áspera: están buscando conocerla, no asistir a un mero ejercicio de inventiva sobre mundos ideales que nada tengan que ver con lo humano.

Buscando reacciones al caso de la escuela Taber de Barcelona y su retirada y marcado de libros que fomentan roles de género, es preocupante que en Twitter y Facebook los relativamente pocos que he visto disculpar o apoyar la censura sean educadores infantiles. También, como excepción entre los de su gremio, he leído a una bibliotecaria decir que «hay cuentos escritos ahora muy bonitos y los clásicos no hacen falta para nada». Un desatino, para empezar porque «bonito» no es un buen adjetivo para calificar el valor de un cuento, y para continuar porque no es sinónimo de relato corto dirigido a niños.

Alguna educadora apostaba por debatir esos contenidos negativos de los cuentos con los niños. Eso sería como llevarlos a un museo y, en vez de hablarles de arte y dejarlos contemplar, señalarles el machismo en cada señora desnuda. O llevarlos al cine y debatir cada disparo. Hay cosas que no se hablan, que se transmiten sin decir. Al igual que un cuadro, un cuento no es un debate, es una exposición. Y sí, los niños muchas veces saben lo que quieren, pero no lo votan: lo piden o lo rechazan, y lo hacen individualmente. Lo hacen porque por instinto saben que hay cosas que necesitan para crecer. Además, no somos nosotros quienes escogen sus preguntas.
En todo caso, ¿cómo se «debate» la conveniencia de un cuento con sus destinatarios? ¿Leyéndoselo y preguntándoles si les gusta? Si dicen que sí, ¿se les destripa el argumento y se señala lo que a nosotros no, para intentar que entiendan lo inadecuado? El problema es que entonces la atención se desvía del contenido, siempre mucho más profundo, amplio y pertinente que lo que queramos apuntar. Lo que a nosotros nos puede parecer importante en un cuento suele ser explícito o evidente, y es probable que no le presten tanta atención o no les cale como otras cosas para nosotros secundarias.

Un debate así no será además muy simétrico entre educador y niños. Muy al contrario, terminará siendo un ejercicio involuntario de adoctrinamiento porque, a partir de ahí, en cada cuento futuro éstos se centrarán en detectar esos elementos que ese adulto importante que es su educador les haya marcado como negativos. O al menos tenderán a sobrerreaccionar ante ellos. Algunos niños creerán que ése es el juego, el de hacer de perros detectores de explosivos en busca de lo que un tercero los haya adiestrado para encontrar. Volviendo al símil de debatir cada disparo en el cine, el contenido marcado – la violencia en este caso – lo verán por encima del argumento, escena tras escena, película tras película. Los ojos de un niño ya están bien abiertos, no hace falta fórceps ocular.

En un cuento el narrador debe ser un maestro de ceremonias, no un intérprete. El cuento es una obra de teatro que ya viene con su compañía de actores. El reparto lo tiene hecho, sólo hace falta poner la voz.

El debate que el progresismo quiere poner sobre la mesa es el de los efectos negativos de exponer a los niños a componentes tóxicos, en este caso estereotipos sobre actitudes y roles de género. Su propuesta es censurarlos, retirándolos o marcándolos, o reescribirlos para eliminar las toxinas. Pero el progresismo no ha descubierto nada: todos sabíamos ya que hay muchas cosas terribles en los cuentos tradicionales, cosas de las que ninguno querríamos que los pequeños fueran testigos en la vida real ni en representaciones no figuradas y explícitas. Escenas de sadismo, personajes traumatizados, inocentes que sufren penosidades y guiños con mucha carga sexual. ¿Por qué ha sido siempre algo permitido incluso en el seno de sociedades muy conservadoras?

Peter Pan, por ejemplo, es el cuento de un niño que no quiere crecer. Ya ha habido quienes se han hecho muchas preguntas al respecto: ¿Por qué no crece?¿Qué tipo de trauma lo retiene en la infancia?¿Tendrá algo que ver con el garfio del malvado capitán? Y el personaje, con ese nombre y rasgos físicos, ¿tiene algo que ver con el dios Pan? ¿Qué representa Campanilla, esa mujer minúscula que revolotea a su alrededor?

Baba Yagá, por su parte, es una bruja de cuentos eslavos. Un ser poderoso e impredecible que a veces hace el bien y otras veces el mal, casi según le viene en gana. En uno de sus relatos, unas jóvenes perseguidas por la bruja arrojan tras de sí una escoba, un peine y una toalla, que se transforman en tres obstáculos para su perseguidora: una hilera de montañas, un bosque y un lago. Según han reflexionado los folkloristas, esto simboliza que es al huir de la muerte y demás rigores de la naturaleza cuando la convertimos en un entorno amable sobre el que construir nuestro mundo humano. Supongo que alguien habrá añadido que ese proceso lo llevan a cabo mujeres, las jóvenes y únicas protagonistas. Están huyendo de sí mismas, o mejor dicho, aprendiendo a lidiar con una parte de sí. Y lo hacen ellas solas.

Baba Yagá representa el poder y el voluble estado de ánimo de la naturaleza, pero también el de la mujer, ambas creadoras y destructoras radicales. Es un personaje temible del que se ha dicho que bebe de tradiciones ancestrales, incluso de mitos como el de Perséfone. Esta concepción de la mujer responde a una visión radicalmente opuesta a la de la teoría de género, así que no sobreviviría a la censura. El problema aquí es que sería imposible separar ambos simbolismos, mujer y naturaleza, ni quitar lo radical o lo a veces voluble de ambas, así que no cabría una reescritura del cuento ni un debate para discernir lo malo de lo bueno. Baba Yagá habita el alma rusa, y es, como ella, un todo o nada genial e innegociable. Quien la censure también tendrá que negar que una civilización pueda ser una mujer, la Madre Rusia.

Como vemos, los cuentos tradicionales obtienen su potencia de lo radical de sus simbolismos y de su honestidad, y están construidos alrededor de verdades sobre la vida y sobre la esencia de las personas, además de por fuerza impregnados del espíritu, la moral y los usos culturales del momento y sociedad en que se escribieran. Ese legado universal de cada cultura, esas verdades imperecederas, son imposibles de transmitir a los niños de una manera más eficaz que con sus cuentos. Pero éstos no sólo transmiten una visión del mundo, sino que hacen algo mucho más importante aún: entrenar la capacidad para construir la propia. Censurar los cuentos supone coartar el desarrollo de la capacidad para captar las sutilezas de la realidad, cosa que los niños hacen de manera inconsciente; reemplazarlos por otros políticamente correctos no sólo es inventarnos un mundo que podamos opinar más utópico o menos, sino sobre todo dejarles el cerebro atrofiado, sin estímulos, desentrenado para descodificarlo.

Dicho de otro modo: lo grave de censurar Caperucita no está en rechazar que el lobo sea malo, sino pensar que los niños son tan simples como para que en su inconsciente no entre que el lobo no es un lobo sino una representación de unos peligros, que de hecho pueden tener su origen en la propia Caperucita. ¿Y por qué un lobo y no una persona mala? Porque un lobo es un depredador, una imagen urgente que activa respuestas innatas de alerta, y al darle fuerza hace funcionar la metáfora. Así es como se enseña a pensar metafóricamente. Los cuentos no disparan de fogueo.
Se podría entender que unas hipotéticas censoras feministas que de buena fe quisieran hacer una reescritura se limitaran por ejemplo a reemplazar al cazador por una cazadora. Así tal vez se asegurara que el cazador va a ser interpretado como ella misma que toma las riendas de la situación y se da a valer, si eso es lo que quieren que interprete (en vez de un hombre que defiende su sexualidad de quien la tienta). Sin embargo, eso no es lo que hace la censura, sino cambiar el rojo por el lila, que es el nuevo blanco de la pureza. Y si Caperucita Lila es un ser puro entonces no va de paseo por ningún bosque. Si el lobo es bueno entonces su simbolismo se arruina. Y si Caperucita lleva una escopeta, como en la versión de la Asociación Nacional del Rifle (propagandística y espero que también humorística…), entonces se pierden infinidad de lecturas porque el lobo por fuerza pasará a ser un mal ajeno a la inocente protagonista, en vez de algo inherente a ella o sobre lo que pueda decidir. Caperucita será un ser de luz incapaz del mal, y el cuento un sermón bíblico. Y la abuelita devorada ya no podrá ser la propia Caperucita derroída…

Así, el progresismo trata de descafeinar la realidad y criar corderitos ciegos, tal vez bajo la maxima – opuesta al «conócete a ti mismo» de los clásicos – de que quien desconoce el mal es incapaz de ejercerlo. Lo malo es que también será incapaz de distinguirlo bajo los disfraces con que los oculta el poder. En un mundo cada vez más separado del medio natural, las referencias simbólicas a los animales depredadores pierden entidad y se pueden alterar para inventarse lobitos buenos, cazadores malos o demás personajes que en otro tiempo habrían resultado tan absurdos que nadie se los habría tragado. Seguimos inmersos en un mundo de injusticias, pero en los relatos edulcorados escritos y patrocinados ahora queda poco o nada de las vilezas del mundo humano. El lobo de estos nuevos cuentos progres podría ser el de Wall Street, pero tampoco lo es. Desconectados totalmente de cualquier realidad y desprovistos de la honestidad de quien muestra su cara oscura, los nuevos cuentos son una mala burla a la inteligencia del niño, un engaño cobarde que lo deja ignorante y desarmado para entender este mundo y luchar por uno mejor.

La censura también corre de la mano del progresismo globalista en tanto que destructor de la verdadera diversidad, porque como ya hemos visto los cuentos tradicionales son dosis concentradas de una cultura y su visión del mundo. De pequeño, me regalaron un bonito libro titulado «Pequeños cuentos negros para los niños de los blancos». En ellos, su mundo se representa con sentidos figurados construidos a través de numerosos tipos de animales, cada uno con su carácter y sus hábitos, así como árboles, montañas o fenómenos meteorológicos, elementos muy familiares para los habitantes del África rural y dotados de matices que a ellos les resultan más evidentes. A nosotros se nos escaparán muchas cosas al leer estas historias, pero al mismo tiempo nos permiten conocer el imaginario de otro pueblo, con sus miedos, sus prioridades, sus relaciones sociales y con el medio natural, y sus fuentes de sabiduría y salud.
También de pequeño, uno de mis tíos, profesor de griego y latín, nos contaba mitos clásicos cada vez que venía de visita a casa. Eran relatos que se me hacían espléndidos, pero a la vez brutales e injustos, porque no había una correspondencia entre la bondad y heroicidad de sus protagonistas y su destino, tal vez a manos de la Parca. Yo interrumpía y me enfadaba mucho porque sufría con sus avatares, pero también con sus comportamientos, cuando un personaje que se suponía bueno de pronto se comportaba con maldad y se excedía con la violencia, tal vez en un acto de venganza que no me cuadraba con la imagen que había dado hasta entonces. Aquellos personajes impertinentes no tenían nada que ver con los de los demás cuentos. No parecían regirse por los mismos patrones. De alguna manera eran más libres y más complejos, porque no tenían por qué ser siempre buenos o siempre malos. No eran o bondadosos o malvados. Y estaban ahí desde hacía mucho más tiempo que los otros cuentos, desde que nacieron en un mundo, el de la Grecia clásica, del que yo ya sabía que procede el nuestro y de cuyos habitantes siempre oía decir que eran muy inteligentes. Exponerme a ese duro contraste con una moral tan cruda y distinta tal vez fuera imprescindible para después poner en entredicho la propia, la moral dictada por nuestra sociedad actual, además de crear en mí un vínculo especial con nuestros verdaderos orígenes.

Por todo esto, la censura de los relatos y cuentos tradicionales es la renuncia a conocer las raíces propias y las ajenas. Supone creerse capaces de construir un mundo mejor desde cero con todo su marco de referencias sobre lo importante, lo justo y lo equilibrado. Tan hábiles como para pintar las obras del Renacimiento con los mismos pinceles que las pinturas rupestres.

Supone también guiarse por la ideología para llegar a todas partes, como si fuera una herramienta mucho más multiusos de lo que en realidad es, y acabar entregándola a una basta tarea en la que sí es eficaz: la de adoctrinar, la de horadar las profundidades del cerebro con una burda red de arrastre y entrenarlo en el automatismo. A la ideología no le hace falta hilar fino para llevárselo todo por delante. Por eso, sólo sus adeptos radicales son capaces de hacer oídos sordos ante lo que, inconscientemente o no, saben que es un error, censurar Caperucita de la biblioteca de una escuela. Y lo hacen porque ellos mismos ven adoctrinamiento detrás de cualquier cosa.
Estos educadores tienen una falta de confianza total en la mente humana y su capacidad para discernir, y un total desprecio o desconocimiento de su necesidad y capacidad de entrenarse. No entienden que el niño va a saber desechar las partes de un cuento que ya no le aporten nada en un entorno social diferente del que lo vio nacer. Los nuevos censores creen que el cerebro es alérgico a según qué ingredientes, que no puede entrar en contacto con ellos bajo riesgo de una reacción lesiva e irreversible.

Pero los cuentos tradicionales han sido seleccionados por generaciones de madres y padres para sus hijos. No hay mejor editorial ni crítico. Jamás ha existido fuente más grande de sabiduría e inteligencia. Y los seleccionaban porque inconscientemente sabían que los prepararían para la vida. Una vida que sí, tenía diferencias respecto a la actual, porque las cosas van cambiando. Y por eso lo normal será que vayan apareciendo otros cuentos, que irán transformando los que hay. Escribirlos es tarea de genios, filtrarlos lo será de todos, no del Estado, ni de políticos, ni de grupos subvencionados de género, y ni siquiera de educadores.

Quienes censuran los cuentos tradicionales quieren crear un mundo mejor dejando a los niños inválidos.