Con esta urgencia nos adherimos a unas ideas y rechazamos otras visceralmente. Y lo hacemos además como si les viéramos un alma, del mismo modo que los sintoístas se la otorgan a cada objeto. Y entonces queremos ponerles cara y que se materialicen, y las buscamos como un San Juan de la Cruz queriendo adivinar su presencia en los demás, que una vez delatados serán, amigos o enemigos, el propio ideal encarnado. De ahí que no separemos a las personas de sus ideas, y de ahí el odio al oponente ideológico, porque si acabamos con él habremos acabado con las suyas. Además, al igual que éstas se nos manifiestan en personas, a algunas personas las convertimos en ellas: el Che o el Cid siguen librando batallas después de muertos porque fueron a la vez el hombre y el ideal que lo animaba.
En Hispanoamérica todo lo que tiene fuerza está presente aquí abajo en su mundo denso y colorido de los vivos, en la naturaleza esplendida y las curvas y los ojos negros de las mujeres. Los muertos viven entre ellos, y en México hasta tienen a la Santa Muerte. En España hay devociones parecidas: existe un Cristo de la Buena Muerte, y de algo muy bueno decimos que está que te mueres. La muerte es un éxtasis.
Por otra parte, el cristianismo, con sus nociones revolucionarias y universalistas, dotó de transcendencia a los ideales. Les exigió la misma a todos, no sólo a los suyos. Los disoció de cada naturaleza y cada historia particulares. Pero, por efecto de las nuestras, tenemos una fe animista en ellos. Si un ideal tiene fuerza está vivo, y si está vivo habita entre nosotros. El dualismo cristiano dicta además que sólo puede tener su origen en el bien o en el mal. Y así, entre una cosa y otra, las ideas se nos aparecen o como un santo de espíritu puro o como un demonio también en forma de persona. La vida se abre paso entre mejilla y mejilla, y con ella la percepción cruda de nuestra naturaleza humana, de otro modo idealizada por el humanismo cristiano.
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Allí todo es más crudo y los impulsos tienen menos freno. El feminismo es muy tangible para las manifestantes, es cada Juana de Arco que combate a su lado, en carne y hueso, por la Avenida de los Insurgentes. Como en cualquier manifestación, todas miran al frente como huestes en la batalla pero sin enemigo delante. El reportero es la única nota discordante a la vista, aunque no tanto por ser hombre como por ser prensa. Y por tanto es el enemigo. Desde ese momento para algunos todo vale, y no hay atisbo de consideración en sus actos. No hay acuerdo que valga ni tregua posible, porque o eres sus ideas o eres las contrarias.