A los niños les prestamos atención cuando nos preguntan por el futuro, porque sabemos que les pertenece. Apelan a nuestra responsabilidad y al mismo tiempo hacen que queramos sentir la esperanza y la vergüenza de que ellos sean quienes cambien las cosas que nosotros no nos atrevimos a cambiar. Últimamente los vemos al frente de movimientos sociales, en un papel antes copado por iconos adultos como Martin Luther King o Gandhi. Pero más en concreto lo que vemos ahora son niñas. Seguramente la más conocida sea Greta Thunberg, la omnipresente ecologista sueca que se niega a viajar en avión cuando acude a cumbres sobre el cambio climático. Otra es Sophie Cruz, hija de una familia de inmigrantes ilegales que a los 5 años rompió el cordón de seguridad para darle una carta al Papa. Emma González, activista por el control de las armas en EEUU. Mari Copeny, que se preocupa por problemas relacionados con el agua. Leah Namugerwa, ecologista de Uganda. Jazz Jennings, activista transgénero. O por supuesto una pionera de entre todas, Malala Yousafzai, el premio Nobel de la Paz más joven de la historia, una pakistaní que fue atacada por los talibanes en 2012 por defender la educación de las niñas.
Alguna que otra no goza de la mejor prensa, pero sería absurdo debatir sobre la buena intención de todas ellas. Sin embargo está claro que alguien las ha puesto ahí, o al menos las ha llevado a la fama e incluso dado una salida en el activismo en casos como el de Malala. De hecho la propia Thunberg padece Asperger y TOC, es decir, seguramente esté muy concienciada pero tenga poco control y autonomía. ¿Por qué son todas niñas? ¿Qué intentan transmitirnos al ponerlas donde están?
Por mucho que algunos llamen a Greta la marioneta, su presencia acapara tanto la atención que oculta a quienes mueven sus hilos. Con ellos tiran de una creencia que articulamos inconsciente: que, de entre los legítimos habitantes del futuro, las niñas están destinadas a serlo por partida doble.
Todos sabemos que si existimos como especie es por la responsabilidad y el empeño de las mujeres en perpetuarla. Entre los hombres los malos ejemplos no son tantos como parece, pero sí suficientes en número y visibilidad como para no otorgárseles el mismo nivel de implicación. Esperamos de manera natural más de una madre que de un padre: un mal padre es una mala persona, una mala madre es además una enferma, algo espantoso e impropio de su condición. Y así, creemos que las niñas serán más de este mundo que nadie porque no pueden evadirse de su condición femenina, que las convertirá en carne y que las hará crear carne. Las niñas son mujeres no carnales, como las Vírgenes, y al igual que ellas, si son activistas se involucran con pasión en causas ajenas, como María en la de Jesucristo. Ajenas porque, aunque nos beneficien a todos, han salido de alguien que no son ellas. Y cuando rezan no es pidiendo a Dios, puesto que de él ya todo lo obtuvieron, sino a nuestras conciencias. En su edad adulta podrán ser madres, y seguirán rezando para que no destruyamos lo creado. Y ni siquiera podrán permitirse la cruz para escapar, sino que tendrán que quedarse a sufrir viendo a sus hijos morir en ella.
Así, la niña activista nos despierta la sencilla urgencia de respetar la vida y protegerla, desde la entrega forzosa y la inocencia de una Virgen cristiana. A través de ella se revela en el mundo la Verdad, de su condena a ser carne nace nuestra redención.
Los hombres también creamos pero después de destruir, de romper con lo anterior, a golpe de espadazo y con el pito, intermitentes y en conflicto contra el mundo, los malos, nosotros mismos, o al frente de todos para follarnos a todas, que es esquivar el miedo a la oscuridad con besitos de buenas noches. Al no tener el mismo tipo de ataduras somos más lanzados pero también menos resilientes, y cuanto más idealistas, más somos como niños. Poner como imagen de un movimiento a un niño varón sería como presentar a un pequeño caudillo que mañana tal vez siga involucrado en la causa o tal vez se desentienda o se vuelva en contra. No lo supondríamos más autónomo que una niña, pero sí más impredecible, más «a su bola». Apelaría menos a nuestro compromiso: ya lo hará él solo, diríamos, y si no pues ya lo hará otro. Aún suponiendo en él la mayor de las generosidades, seguirá sin ser lo mismo: una niña da ganas de luchar por ella, a un niño dan ganas de enseñarle a luchar.
Estas niñas son Vírgenes cristianas porque despiertan en nosotros el reclamo velado que acabamos de advertir. Pero hay una diferencia obvia: que predican, en vez de quedar a un lado rezando en silencio. Greta echa a los mercaderes del templo, a los viajeros de los aviones en su caso. Y camina sobre las aguas cuando navega a Nueva York en el plazo imposible de 14 días, como acaba de hacer escasos días antes de este texto. Además, la mayoría ha sufrido un calvario como consecuencia de su lucha, empezando por Malala. Eso no es un papel de Virgen, eso es el papel de Jesucristo.
Se supone que el feminismo busca emancipar a la mujer, y con ello a toda la humanidad. Si es así, debe reinventar la figura del líder. Un líder legítimo será el que por naturaleza sepa guiar en la acción pero también tenga un compromiso radical, como el que hemos dicho que intuimos en la mujer. ¿Serán las niñas activistas sus nuevos Mesías, ahora mezcla de madres e hijos, de Vírgenes y Jesucristos?