Los auténticos perroflautas

Hoy quisiera romper desde aquí una lanza a favor de los perroflautas, a quienes ofendemos gravemente y de forma sistemática. Sirva este alegato como disculpa por mi parte, porque yo también lo hago. Mi disculpa va por supuesto destinada a los legítimos dueños del término, y cuando digo que los ofendemos, me refiero a que también llamamos así a quienes, sin adoptar su modo de vida, imitan sus apariencias con el único fin de obtener más credibilidad entre las personas de izquierdas. Para evitar este injusto atropello creo que conviene realizar un serie de aclaraciones alrededor de la figura del auténtico perroflauta.

No nos confundamos. El perroflautismo consiste en la libre asociación de dos individuos, uno de dos patas y otro de cuatro, que deciden apartarse de la sociedad, trasladar su hábitat a la vía pública, y adoptar como fuente de ingresos la emisión de sonidos estridentes a través de un palo con agujeros.

Pues bien: el único acreedor legítimo del término perroflauta es el individuo de dos patas que pertenece a este tipo de asociación. Todo lo demás es un engaño. Si trabaja, no es un perroflauta. Si sus papás tienen propiedades inmobiliarias, puede que lo sea, pero si las tiene él, no lo es. Si es diputado, tampoco. Y si es Vicepresidente del Gobierno…bueno, entonces sí porque eso ya lo es cualquiera.

Ahondando en su idiosincrasia, el perroflauta es una evolución del punkie que en vez de llevar pinchos te pega pinchazos en los tímpanos. Con esa estrategia de vez en cuando consigue una moneda como sustento. La presencia de ambos es igual de impertinente, pero el punkie se esfuerza por ofender a la vista y el perroflauta al oído. Tampoco conviene confundir a éste con un hippie, porque, aunque los dos sean una declaración política hecha carne, rastas y simpatía, el hippie nos ama y no tiene nada que reprocharnos, pero el perroflauta sí. De ahí el abismo de diferencia en cuanto a la música con que nos obsequian.

Hasta ahora nos hemos referido al componente humano del consorcio, pero el perro también es clave. Al contrario de lo que cabría pensar, su misión no es ni defender al primero ni custodiar su acopio de monedas. Misión no tiene ninguna, como tampoco objetivo en la vida, igual que su compañero humano. Por algo se ha juntado con él. Su único afán debe ser conseguir un aspecto lo más deplorable posible. Lejos de valerle un chucho cualquiera, el perroflauta debe buscar su equivalente en versión canina: cuanto más vago y descuidado, mejor. Por algún motivo casi siempre es un pastor alemán, no se sabe si porque Carl Marx pertenecía a esta misma raza o porque su abundante pelo lo predispone a convertirse en un óptimo reservorio de piojos. Es fácil intuir el efecto desmoralizador que semejante ejemplar tiene sobre sus congéneres y sobre el resto del reino animal. Las élites deberían fomentar la profesión de criador de perros perrofláuticos, igual que los hay de lazarillos.

Fíjense en que para referirme al compañero humano del perro he evitado el término dueño. Lo hago para preservar la simetría entre sendas aristas de este triángulo equilátero. Porque perro, flauta y persona forman una Trinidad. Una Trinidad un poco venida menos en la que el Espíritu Santo queda rebajado a un chucho pasota, en la que el humano es Dios, pero un dios Pan festivo y burlón, y el crucificado es el viandante con la flauta como cruz. Una Trinidad enemiga de la cristiana, que se empeña en hacer indignas la pobreza y la humildad y que en vez de predicar con el ejemplo, nos hace pasar un calvario a los demás cuando nos la cruzamos por la calle y nos sopla sus pitidos al oído.

Ahora bien, en su favor debemos admitir que nada tienen que ver estos habitantes de nuestras calles con los otros perroflautas, los de mentira, los de chalet, caseta para el perro y flauta para encantar serpientes. Esos, de humildes e inofensivos, nada. Nos iría mucho mejor si hubiera más monedas para los perroflautas y menos votos para los coletarras. Por eso, no confundamos los términos. Basta ya de utilizar perroflauta como un insulto.